El campo se ha volcado sobre el asfalto. Los niños, los viejos y los heridos van sobre los tractores. Es la patria herida que desfila por las calles de la metrópoli.
Contingentes de sindicatos, los plantonistas que estuvieron con López Obrador, una cabalgata zapatista.
El olor a caballo y los relinchos me transportan de inmediato al campo, al México profundo. Un hombre de manta lleva un estandarte con la figura de Zapata, el hombre al que como dice Poniatowska, muerto le hacen monumentos quienes matan a los Zapata de ahora.
Luego de recorrer Reforma la marcha pasa frente a Bellas Artes y se dirige hacia el zócalo. Un grupo de hombres bebe frente a catedral. El refresco y la botella aguardan en el piso, al centro de un círculo que mira como los contingentes van llegando.
Cuando camino sobre Madero para alejarme de la multitud llega a mis oídos la versión más desgarrada y larga de la Pantera rosa jamás tocada, mientras el atardecer ya había caído. "Ojalá la música convenciera a estos cabrones", reza el letrero al pie de la saxofonista de melena larga y lentes oscuros instalada en la esquina con Isabel la Católica.
Una señora desmayada fuera de la Casa de los Azulejos. Pienso que su agonía es una metáfora del campo: su boca entreabierta deja ver un único diente, su cuerpo extremadamente delgado yace sobre el suelo, tiene los ojos cerrados y apenas respira. Me acerco para ayudar a las personas que le prestan los primeros auxilios, pero me voy en cuanto llega la ambulancia convocada por los policías.
La noche es un largo lamento. Encuentro a un tatuador sobre su bicicleta que me ofrece una probada de su cono de helado para reanimarme. Sonrío triste y me ahoga la impotencia de saber que quizá hoy es demasiado tarde. Mejor tarde, me dirá unos días después Irsha y yo le querré creer.
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