Tengo una amiga testiga de Jehová.
La conocí en 2013, en uno de los varios viajes que hice a San Cristóbal en esa época cuando creí que haría trabajo de campo allá para mi maestría.
Ella y su esposo repartían panfletos en un café de los portales frente al parque del quiosco. Ambos son hermosos como modelos. Ella es de Arizona, es ingeniera; él nació en Monterrey y antes de ser misionero se dedicaba al diseño de interiores. Charlaban con unos turistas: una mujer muy mayor creo que rusa y un par de chicos jóvenes. Yo esperaba a alguien y de alguna manera terminé involucrada en su plática. Me regalaron un librito en inglés hermoso sobre distintas religiones.
San Cristóbal es minúsculo, y durante ese viaje coincidimos algunas veces más. Yo desempolvaba en mi cabeza los cientos de citas bíblicas que me dejaron años en escuelas católicas. Una vez me dijeron que era inusual que los católicos conocieran tanto la Biblia (sic). Pronto las cosas quedaron claras: ella creía que podía convertirme y yo pensé que podría hacerla zapatista. Su esposo, más sabio que ambas, desistió de nosotras con nuestras respectivas misiones y empezó a ser sólo cordial conmigo.
La mayor parte de nuestras conversaciones han sido sobre la paz. Cómo construirla, su fragilidad, cómo a veces no se construye. Me regalaron varias revistas al respecto.
En cinco años puedo decir que he tomado varios cafés con ella, me ha invitado a su casa e incluso me regaló una Biblia: una edición en inglés que es quizá la más hermosa de las que poseo, e incluye mapas y gráficos de cómo eran las viviendas en la época de Jesús.
Cuando mi amiga y yo llegamos (a menudo) al punto incómodo donde ninguna convence a la otra, hablamos del Eclesiastés, uno de mis textos espirituales favoritos. Hace ya cerca de dos años que no nos vemos, pero aún nos escribimos de vez en cuando y me invita a eventos de los testigos. En mi curiosidad antropológica infinita, quizá vaya alguna vez.
En tanto, creo que como editora no yerro al llamar amiga a quien me ha regalado un libro tan hermoso y que, como creyente de que otro mundo es posible, hago bien en tener amigos que compartan mi fe, aunque para ellos el camino pase necesariamente por una religión que no profeso.
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