AFOLABE
Un nombre significa algo. Las cualidades deseadas en un hijo,
y aun en una hija; así, aun las sombras que te nombraron,
de ti esperaron una virtud, porque cada nombre es una bendición,
porque me acuerdo de la esperanza que me formé sobre tu persona
cuando eras niño. Sólo que el sonido no quiere decir nada.
Entonces serías nada. ¿Creían que eres nada en ese otro reino?
AQUILES
No sé qué significa el nombre. Significa algo,
tal vez. ¿Qué mas da? En el mundo de donde vengo
aceptamos los sonidos que nos dieron. Hombres, árboles, agua.
AFOLABE
Por lo tanto, Aquiles, si yo te señalara y dijera: He aquí
el nombre de ese hombre, ese árbol y ese padre,
¿sería cada sonoido una sombra que atravesó tu oído
sin la forma de un hombre o de un árbol? ¿Qué sería?
(Y así como las ramas se mecen al ocaso por temor
a la amnesia, al olvido, la tribu comenzó a afligirse.)
AQUILES
¿Qué sería? Sólo puedo decirte lo que creo,
o tuve que creer. Era el presagio, y el recuerdo
de volver al terruño, de ser traído aquí por una golondrina,
o la sombra de una golondrina haciendo la señal de la cruz
sobre las aguas, con el mismo signo con que fui bendencido,
con el dond de este sonido cuyo significado no me importa aún no conocer.
AFOLABE
Nadie pierde su sombra, sólo cuando es de noche,
pero aun entonces su sombra está oculta, no perdida. Con el brillo
de la aurora, él se alza sobre su propio nombre con esa luz.
Cuando baja caminando al río con los otros pescadores,
su sombra se estira en la mañana, y bosteza, pero tú,
si te contentas con no saber lo que significan nuestros nombres,
entonces yo no soy Afolabe, tu padre, y tú miras por mi cuerpo
como la luz a trvés de una hoja. No soy aquí ni una sombra.
Y tú, hijo sin nombre, eres sólo el espectro de un nombre.
¿Por qué nunca te eché de menos sino hasta que regresaste?
¿Por qué no te he echado en falta, hijo mío, sino hasta que estuviste perdido?
¿Eres el humo de una llama que nunca ardió?
No hubo respuesta a eso, como en la vida. Aquiles asintió con la cabeza,
las lágrimas nublaron sus ojos, donde se reflejaba el pasado
lo mismo que el futuro. Bajó la cabeza, de blanca espuma.
Derek Walcott, Omeros, Barcelona, Anagrama, 1994, Libro tercero, Capítulo XXV, III (versión de José Luis Rivas).