Otra vez fallaste, corazón
ADME
(1983-2006)
"Yo voy a vivir cien años", solía decir mirando en la palma de su mano la longitud de la línea que, dicen los gitanos, representa a la vida. Pero su existencia fue mucho más fugaz de lo que sus manos predijeran.
Filósofa de carrera y vocación, periodista de oficio, antropóloga fallida, enamorada de las palabras de tiempo completo; murió a los veintidós años en un bosque, por un fallo cardiaco que jamás le habían detectado. Cumplía un pendiente de su infancia: aprender a andar en bicicleta. "Se fue como quien suspira, con una sonrisa en los labios y la vista en el cielo", afirma el amigo que la acompañaba.
Escribía y leía como vicio, atestigua su hermano, protagonista invariable de desvelos compartidos. Vivía con él y su madre en una casa grande y oscura, regida por un desorden acogedor. Los tres llevaban una estrecha y peculiar relación, cimentada en las reuniones familiares que celebraban al menos dos veces al día para escuchar música, contarse chistes, intercambiar memorias o debatir el "tema del día".
Medio kilo de cenizas irreconocibles constituyen sus restos mortales. Pero su huella más tangible queda en sus diarios, la abundante correspondencia que intercambió con amigos y familiares, dos novelas inconclusas, crónicas de viaje, un par de guiones de cortometraje, muchas fotografías, una novela corta, un libro para niños y varias docenas de cuentos.
Además de lo que creó por sí misma, deja lo que inspiró en otros. Modeló para varios fotógrafos. Un retrato suyo fue de las imágenes estenopéicas (tomadas con una cámara de cartón) mejor pagadas en los últimos años por un coleccionista mexicano. Su recuerdo sirvió de combustible para el fuego de tres poetas. Participó también en un cortometraje, e inspiró otro que nunca llegó a filmarse. De los dos pintores que quisieron retratarla, ninguno lo logró. Pero uno de ellos se convirtió en el fiel confidente y testigo de sus amores.
Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, más con sus vidas que con su obra, impactaron su forma de concebir las relaciones de pareja. "Al acariciar al otro hago nacer su carne bajo mis dedos. La caricia es el conjunto de ceremonias que encarnan al otro.", escribió Sartre en el Ser y la nada. Quizá por eso mucho de la historia de esta mujer reside en quienes la amaron.
A los diecinueve años conoció a tres hombres que amaría simultánea e irrevocablemente por el resto de su vida, tiempo más breve de lo que imaginó: uno le reveló la seducción del baile y que el mundo es tan pequeño como lo hagamos al recorrerlo; otro la inició en los misterios de la luz y le gustó para futuro padre de los hijos que no llegó a tener; al tercero lo definiría como "mi amigo, mi cómplice, mi compañero, mi amante, mi loco". Con este último soñó pasar la vejez que no alcanzó.
Pensaba que lo mejor de la vida es compartirla. Desde que a los catorce años se declaró agnóstica, consideró la amistad su única religión. Por eso tuvo muchos y entrañables amigos. Algunas de sus complicidades y recuerdos comunes se remontaban hasta diecinueve años atrás.
No menos queridas le eran sus amistades más recientes. A muchos los conoció luchando por la utopía compartida de un mundo distinto, más libre y menos triste. Uno de sus compañeros activistas la describía como "una guerrera que no toma nunca el camino fácil." Participó en grupos de educación para comunidades indígenas, organizaciones de derechos humanos y brigadas de trabajo voluntario. Pero su mayor y más constante activismo consistía en reciclar papel hasta lo absurdo, so pena de que "la naturaleza nos escupa."
Practicaba la consigna del mayo francés: "Sean realistas: pidan lo imposible". Se consideraba parte de una generación que nació cuando ya todo estaba perdido. Por eso cualquier intento de cambiar algo le parecía digno de llevarse a cabo, aunque sin promesa de éxito. Le gustaba el mito de Sísifo para explicarlo: la vida no es sino empujar una roca hasta la cima de una montaña para luego verla caer. Y después, sin desilusión o desesperanza, reemprender el camino cuesta arriba.
Aunque pasó la mayor parte de su existencia en la escuela, sabía que lo esencial no se aprende en un aula. Para compensar sus temporadas de sedentarismo obligado, era también una vaga incurable. Conoció casi todos los estados de la República, más varias ciudades de Estados Unidos. Uno de sus proyectos era recorrer Asia y el resto de América. Europa le parecía un destino menos urgente, y respecto a África se sentía muy ignorante todavía para intentar un viaje. A veces presentía que soñaría el mundo entero desde México sin conocerlo personalmente. Para exorcizar eas ideas tenía en su habitación un globo terráqueo que giraba de vez en cuando.
Vivió considerando que tenía dos destinos posibles: morir por sorpresa antes de los cuarenta, o vivir mínimo un siglo con una memoria generosa y lúcida. Por ello no llegó a realizar muchos de los proyectos que dejó esbozados. Tenía ya planeados al menos dos libros de ensayos, una novela para niños, colecciones temáticas de cuentos que no llegó a completar y una serie de crónicas que pensaba escribir desde la India. Creía, basándose en su madre, que la vida vuelve a empezar a los cuarenta, y a los setenta pensaba sentarse a escribir sobre filosofía.
La concepción trágica de la existencia desarrollada por Friedrich Nietzsche marcó su forma de vivir. Pero la tragedia nitezscheana, como ella la interpretaba, consistía no en lo triste, sino en lo transitorio, en nuestro continuo fracaso en evitar el cambio.
Vivió intensamente, quizá porque la muerte la había tocado muy cerca. Cuando era niña, su padre murió en un accidente. Ya de adolescente perdió de forma inesperada a dos amigos. A los dieciséis años vio a una de sus mejores amigas y al padre de su mejor amigo morir de cáncer. Quizá por eso en sus peores momentos de depresión se sentía miembro de una estirpe maldita, condenada sin remedio a la extinción. Algo de cierto y de falsto tenía ese presagio. No se extinguen quienes habitan nuestra memoria.