Subió al metrobús y su humanidad ocupó el pasillo entero. Varias capas de ropa, bolsas de mercado en los brazos, un vientre prominente, cabello alborotado y un par de gafas rotas en las esquinas. Modelo del indigente 'perfecto': toda la facha sin el tufo característico. Dejó un asiento vacío entre él y yo. De una de sus bolsas, con celo y avidez, sacó una revista. Fisgona irredenta me asomé a su lectura: una entrevista a Lucía Méndez en el TV y novelas.
Sábado al medio día. Los de los cuatrocientos pueblos, (ya no desnudos) bailan mientras las mujeres vestidas como adelitas botean.
Foto de archivo de Proceso, 1995.
Identidades (al menos visuales) de causas distintas se funden bajo el golpe del sol. Un policía de gris y azul sostiene un par de escudos de granadero. Con una mano sujeta un fajo de fotocopias, con la otra da vuelta a las páginas. Porque como cuenta El corto verano..., los policías a veces se vuelven humanos. Y hasta saben leer.
Miércoles. La lluvia es todavía una amenaza sobre la ciudad. Yendo sobre Belisario Domínguez hacia Eje Central encuentro a una ciega, que va sobre Allende. Varios pasos antes de la esquina se detiene con su bastón en alto pidiendo ayuda para cruzar la calle. Me parecen raros sus ademanes exagerados y su anticipación al fin de la cuadra. Aún así, me acerco y la tomo del brazo para cruzar Belisario. Me empieza a contar que va hacia la calle de Perú, me pide que la acompañe un trecho más, suelta el monólogo de que además está enferma.
Aunque Perú está sólo a una cuadra, no quiero ir hasta allá. Es para mí la calle de los aparadores con maniquíes desnudos e incompletos, del tiradero de chatarra, de la Arena Coliseo. Algunas mañanas la visito para satisfacer mi deseo de vecindades ruinosas, o mis ganas de atole de arroz. Pero esa tarde llevo falda (mis pantalones no se han secado) y tacones (mojé mis botas). Recuerdo las advertencias paranoicas de E. de que no me acerque a los umbrales oscuros donde pueden desaparecerme de un jalón y siento (por esa tarde) que verdaderamente es mejor no pasar por Perú.
La ciega se empecina en que vaya con ella y se aferra a mi brazo rodéndolo con el suyo hasta el hombro. Empiezo a sentirme incómoda. Ella insiste en que caminemos juntas por una banqueta demasiado estrecha, y entre mis titubeos y mis esfuerzos por esquivar a una familia, un poste termina interponiéndose entre ambas.
"Hija de tu maldita madre", me grita al sentir el golpe contra su brazo. Le pido una disculpa, y aún dudo en seguir como su lazarilla. Algunos transeúntes nos miran desconcertados. Concluyo que quizá Sabato tiene razón y los ciegos (algunos ciegos) forman parte de una secta oscura y son un poco como reptiles. Me lo repito tratando de sacudirme el remordimiento mientras sigo mi camino.
Foto de la galería de Nicolás Berlingieri.