Entre 2013 y 2014 perdí sucesivamente las distintas vidas que había construido y fui construyendo. Fui mujer casada, maestrante, oficinista; luego, nada de todo eso.
Este año fue desde marzo hasta septiembre un largo e interminable silencio. Una sucesión de pérdidas menores —al menos comparadas con la temporada de cataclismo tras cataclismo que precedió— donde dejé ir un montón de cosas, personas, obligaciones y demás. Si durante casi dos años me las ingenié para lograr que, pese a todo, el mundo no se me derrumbara, ahora simplemente demolí los escombros que quedaban y, en mi vocación totalizadora, incluso dinamité más de lo que alguien prudente hubiera hecho.
Inédito en mí: reduje mis actividades al mínimo con un horizonte de futuro nunca superior a un mes. Incluso dejé de escribir por más de seis meses todo lo que no fuera indispensable para mis chambitas cómodas de subsistencia.
Me entregué profundamente a la vida nómada, aunque no al viaje. Y confirmé que desplazarse y no echar raíces es algo distinto del intenso compromiso de andar en el camino.
En los últimos meses de mi vida, desde diciembre del año pasado o enero de éste, me concedí el lujo de ser irresponsable, de no buscarme obligaciones y no permitir que nadie dependiera de mí, decisión de muchas formas egoísta pero que me resultó necesaria.
Tras esto la lista de lo y l@s caídos es larga, lo sé, pero no quiero contar ausencias. La gente que quedó pertenece a dos grupos básicos que no se excluyen mutuamente: los mega entrañables que me buscaron hasta el cansancio y a quienes admito hice sufrir; y los tan desapegados —como yo— como para no notar en mi ausencia nada más que una de mis clásicas desapariciones, quizá un poco más densa y prolongada de lo normal. Y dentro de ellos hay otros dos subgrupos: los que no se preocuparon porque nuestra relación, aunque cercana, no es íntima, sino de buenos momentos sucesivos que han implicado una buena dosis de espacios y tiempos distintos; y los que me entendieron porque tienen también sus temporadas de crisis y distancia.
Ahora siento que ha empezado otra etapa, con uno de mis comienzos favoritos: un viaje. No sé hacia dónde va esta transición, o en qué y dónde pararé.
Todo es tan parecido pero tan distinto. Por ejemplo: Aquí las chelas son toñas. El Masaya te puede llevar al más-allá. Las conversaciones sobre el pico de gallo y el gallo pinto no tienen nada que ver con aves.
Hasta ahora, lo único que sé, casi de cierto, es que todo está como está —es decir, de algún modo bien, y de otros mal— y que estoy bien, y hasta feliz con eso.
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