Algún día alguien contará la historia de un lugar en la Escandón donde vivieron poetas, pintores, fotógraf@s, narradoras, arquitect@s, revolucionari@s y en general un puñado de gente tocada.
Contarán las fiestas donde la comida siempre alcanzaba para todos y sobraba para el recalentado cuando la noche se convertía en medio día; las incontables tazas de té compartidas. Se hablará de las confidencias y pactos que atestiguaron el comedor, los sillones, los muchos libreros; de los cebollines creciendo junto a la ventana, las suculentas y plantas silvestres en maceta multiplicándose en los rincones, de la luz que siempre llenaba las habitaciones de maneras nuevas e inesperadas.
Recordarán los bailes de salsa hasta el amanecer, las cenas amenizadas por la música siempre demasiado alta del vecino, el ocasional porro colectivo libre de sangre, el tabaco cubano en cigarrillos hechos a mano, los puros nicaragüenses, el ron bueno y malo, el sotol, los mezcales...
Se hablará de los desayunos íntimos a los que se unían las vecinas, los amigos de los amig@s, los perseguidos, los sin techo y cualquiera que se sumara, hasta que el evento mutaba en una comida comunitaria donde el alimento se multiplicaba. De los sillones y colchonetas siempre dispuestos a recibir a familiares, amigos y conocidos. De l@s niñ@s correteando por los pasillos; armando restaurantes y autopistas en la sala; bañando patitos en la recámara, brincando sobre cojines de meditación y jugando con la tierra de las macetas.
Se murmurará de cuando el sitio fue okupa, de cuando nadie sabía bien cuánta gente dormía, comía y amaba ahí; de cuando en tres meses pasó medio pueblo de Lázaro Cárdenas por el lugar, de las pancartas que hicimos tantas veces tirad@s en el piso, de las clases de yoga de los jueves. De los atardeceres y amaneceres contemplados desde la azotea que nunca hicimos roof garden pero tratábamos como tal, de las toallas que misteriosamente empezaron a aparecer en nuestro tendedero.
Entre insinuaciones y silencios cargados se darán a entender las conspiraciones que aquí se armaron, los planes que se hacían y desbarataban cada semana para seguir resistiendo en una ciudad que agonizaba pero no se detenía.
No sé si alguien será capaz de difundir la ubicación precisa donde esto pasó: nadie nos creería todo sucedió en un departamento de cuarto piso, no pequeño, pero tampoco especialmente enorme. Sin embargo habrá reminiscencias de que en efecto existió el edificio en una calle de banqueta adoquinada que se tornaba callejón, a pocas cuadras de una bien conocida cantina.
Algún día, alguien seguirá hablando de nosotros cuando todos hayamos muerto.
Quieren capturar nuestras voces, que no quede nada de nuestras manos, de los besos, de todo aquello que nuestro cuerpo ama. Está prohibido que nos vean. Ellos persiguen toda dicha. Ellos están muertos y nos matan. Nos matan los muertos. Por eso viviremos.José Revueltas
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